viernes, 26 de octubre de 2007

Tita

Tita se llama Mirta pero siempre ha sido Tita.

La conozco desde hace unos 20 años, cuando yo todavía no había llegado al metro cuarenta: ella trabajaba, escuchaba, regaba, comía, dormía y hacía lo que quería en la casa de Ana, mi mejor amiga. Ya no lo hace más.

Tita ahora vive en un barrio humilde, atrás de un kiosco que vende jamón crudo; tiene un marido y varios hijos, uno de ellos discapacitado.

Como me conoció de chica, y sabe que trabajo en un diario, me llama todos los meses: porque quiere que se sepa que le prometieron una casa, porque necesita frazadas para dos viejos borrachos que invitó a vivir con ella, porque pretende crear un hogar de comidas para carenciados.

Tita es morocha y el pelo no le llega al hombro. Tiene cara redonda y creo que le pesan las rodillas y una pierna más que la otra, porque camina de costado. Usa polleras y remeras grandes. Habla rápido y no escucha mucho lo que le preguntan. Ella expone.

Me acuerdo de Tita planchando en lo de Ana, mi amiga. Trataba muy mal a su patrona, la mamá de Ana: desde la tabla de planchar, como si fuera un mostrador, decía casi a los gritos que el perro no tenía que estar adentro, de qué manera se criaban los chicos y cómo y con qué se tenía que llenar una mesa. Lo decía con cara de inspector de tránsito en medio de un congestionamiento.

Se me ocurre que Tita no llora.

Hace poco, después de que me había pedido ayuda para dos viejos, me volvió a llamar para que otro de sus reclamos saliera en el diario. Entonces aproveché para preguntarle:

--¿Y cómo te fue con las frazadas para los viejitos?
--Me ofrecieron un montón de cosas: como cuatro camas, sábanas, colchones. ¡Pero yo necesito frazadas! ¿No se podrá hacer otra nota?

No hay comentarios: