miércoles, 26 de septiembre de 2007

¿Existe algo más patético que desaprobar el examen teórico del carnet de conducir?

Me ocurrió a mí, esta mañana. A mí, que la juego de cancherita porque mi hermano me enseñó a manejar hace 12 años con dos caballetes. A mí, que nunca choqué, que tampoco tengo un auto con el que hacerlo.

Después de una hora y media esperando que una médica de tacos y collares de bolas rojas viera mis ojos miopes, pasé a la sala de examen teórico. No había estudiado, no me hacía falta. Autosuficiente, entregué las 100 preguntas con multiple choice antes que un larguirucho, alto y melenudo que rendía para manejar una moto. Tardaba tanto, el pobre.

Salí afuera de la sala a esperar que el empleado municipal a cargo me pasara las hojas y terminar con el insoportable trámite de una vez.

“¡Podés pasar un momentito?”, me dijo, como disculpandose y tratanto de no avergonzarme delante de los que rendían para moto, taxi; del pelilargo motoquero con jean chupín, que ya había terminado.

“No te enojes, pero vas a tener que venir la semana que viene”.

En la universidad también me bocharon y la sensación es siempre la misma: de perdedora irrecuperable. Pero esta vez era distinto. Era decididamente patético.

Para colmo, ni siquiera tuve la decencia de ocultarlo. Salía de la sala y dejaba atrás al motoquero (que por supuesto, sí había aprobado) cuando me llamó el más divertido de mis compañeros de trabajo para preguntarme por qué no había llegado a mi escritorio. Y entonces sí, le conté y lo logré: el resto del día estaba cagado.

martes, 25 de septiembre de 2007

Hasta cuándo los dedos con mocos

Siento como si tuviera los dedos llenos de mocos: verdes, pegajosos, ni siquiera propios. Un liquido espeso que no me permite escribir por motivos bien estúpidos. ¿Hasta cuándo tanta inmundicia? ¿Por qué no hago algo drástico con estos mocos de mierda que, en realidad, son bien propios?

lunes, 10 de septiembre de 2007

Los viejos de manos muertas

Me llaman la atención los viejos. Los viejos, hombres, arrugados, petizos, de camisas a cuadros, manos muertas y mentón tirado para abajo. Pelados, los que arrastran los pies y usan pantalón gris oscuro. Me enternecen tanto o más que los chicos, aunque la sensación es bastante parecida. Hoy me banqué una cola de gente desagradable con olor a ala de pollo al horno y no me importó: un viejo de los que me gustan iba y venía, todo de gris, parecía un topo jubilado, todo despistado y débil.

sábado, 8 de septiembre de 2007

Dos mujeres muy distintas


En la cocina del departamento donde vivo, en el borde de la ventana, hay un macetero venido a menos donde mi novio, cuando vivía solo, puso un cactus desnutrido al que nadie le presta atención. Sin embargo, hace alrededor de un mes nos encontramos con que una paloma merodeaba el lugar y traía pequeñas ramitas.

Lo hacía con sigilo y suma desconfianza hacia nosotros. Bastaba con que prendiéramos la luz para que volara al edificio de al lado, volviera, se fuera y así. Hasta que terminó de construir su nido y se enteró de que todo el asunto nos resultaba pintoresco y no teníamos ninguna intención de intervenir.

Era una torcaza, chiquita, algo regordeta y gris que siempre miraba de costado, pero a los ojos.

"Le pone huevo", dijo mi novio cuando dejó sobre el nido una pelotita blanca del tamaño de una nuez. Era domingo y venía mi papá a almorzar, así que la novedad nos sirvió a todos para encontrar un tema sobre el qué hablar (conversar con ese señor es más difícil que para Estados Unidos ganar el Mundial de Rugby). Al día siguiente, antes de irse a trabajar, mi novio me quitó los últimos y preciadísimos minutos de sueño: "¡¡Vení, vení!!" Había un segundo huevo.

Pasaron unos 15 días, todos con heladas, y los pichones estaban por averiguar cómo se sentía el aire con temperaturas bajo cero en un piso diez.

Sólo uno salió de huevo. La madre, sabia y estratégica, enseguida dejó al otro de lado: había que darle todo el calor al pichón que había logrado sobrevivir.

Unos días después nos fuimos de vacaciones por una semana, con la sospecha de que a la vuelta el macetero iba a estar vacío. Así fue.

Nunca más supimos qué ocurrió con la torcaza confianzuda, pero a los pocos días; esta última semana, en realidad, una paloma, más flaca y esbelta que la anterior, empezó a sobrevolar el macetero junto a un palomo robusto que casi la duplica en tamaño.

Ella ya puso el huevo pero todavía no le ha puesto garra: cada vez que nos ve, deja a su hijo solo y se va a buscar a su consorte para que él, el hombre, escanee lo que se ve a través de la ventana de la cocina. O sea, a mi novio y a mí.

El caso es que esta paloma, la segunda inquilina, no me cae nada bien. No sólo porque no es lo suficientemente madraza como para superar sus prejuicios contra nosotros sino porque es una machista de mierda: apenas se presenta el riesgo, rapido a buscar al maridito. Una pelotuda.

Por supuesto, la foto de más arriba es de la primera torcaza con el pichón sobreviviente. A ella, la madre soltera, la ejemplar y responsable paloma que aguantó el peor invierno de los últimos 30 años y fue capaz de compartir todo su esfuerzo, mis más sinceras felicitaciones.