sábado, 29 de marzo de 2008

Paz gripal

Ayer me empecé a sentir mal de la nariz. Sentirse mal de la nariz es tener un resfrío tal que la única motivación para seguir viviendo es encontrar una cama, un rollo de papel higiénico y la dosis de colchas justa: ni muchas para no sudar como atleta de los panamericanos ni pocas como para no convulsionar de hipotermia.

Así que me las tomé de la redacción temprano. Desde entonces, no he hecho más que empeorar. Nebulizaciones, descongestivos, noche de insomnio total, carraspera, nauseas.

Sin embargo, siendo casi las 15 del día siguiente he llegado a una suerte de paz gripal. Leo los diarios con parsimonia norteña. Me detengo en títulos insulsos, como uno de Crítica Digital que tira abajo las propiedades de los porotos de soja. También a Fernando Peña, que publica una carta abierta a Cristina en tono de chico respetuoso y ubicado. Y a un blogger economista que explica por qué la presidenta miente cuando dice que hay que priorizar el maíz, la carne y el trigo en detrimento de la soja.

Qué se yo. La paz gripal incluye una suerte de dulce aburrimiento. Me debilito y camino despacio, como mi abuelo Esteban, a paso corto y encorvado. Leo sobre campo y pocas veces he ido a uno: están llenos de yararás y tampoco conozco demasiada gente rural, así que poco puedo hablar de tranqueras.

A centímetros de mis pies apoyados en la mesa ratona hay un libro de historia argentina que ayer, hundida en mi enfermedad de nariz, releí mientras dormitaba, sobre todo la parte de agricultura nacional.

Y acá termino. No hay caso, che: no logro cerrar una idea. Una vez más, caí en el desasosiego de la falta de capacidad epiloga. Prefiero no soltar ni una burrada más y quedarme en esta línea, entre la decrepitud de mis mocos.

miércoles, 26 de marzo de 2008

El campo de mis entrañas

No me gusta mucho la carne. Menos de noche: me da pesadillas, sueño con víboras que me corren y alcanzan y pican. Sin embargo, siempre me hago una pasadita por la góndola más sangrienta del supermercado y me compro una bandejita con unos 500 gramos de entraña, un corte de vaca poco popular en la ciudad, barato y tierno.

Creo que este mes no lo voy a conseguir. Pero no me importa. Me la banco. Igual que la descalcificación que voy a sufrir la semana que viene cuando no haya leche ni yogurt en ningún lado. Porque se viene el desabastecimiento, mis queridos: se complicó.

Nuestra presidenta Cristina Kirchner ayer se olvidó del Rivotril vespertino y salió a las seis de la tarde a hablar de diferencias de clase y distribución del ingreso. Fue contundente y hasta sólida en un par de conceptos. Pero también fue una terrible yegua. Igualita a las que ahora pretende enflaquecer con retenciones para el campo de casi el 50 por ciento.

Habló como si no la hubiesen votado, como si no tuviera la responsabilidad de la mesura, de componer a todos los sectores. Incluso al sector rural que tanto parece odial. Por si no queda claro, una orientación de Martín Caparrós en http://www.criticadigital.com.ar/impresa/index.php?secc=nota&nid=1596.

Claro que en las manifestaciones de ayer y hoy se quejaron todos: desde la hija de estancieros de pulseras doradas y trajesito verde clarito hasta el chacarero de 200 hectáreas con alguna planta de tomate en el patio para la ensalada.

Detesto y me aburre la televisión, pero ayer me prendí tres horas. Admiré la cobertura de Crónica. A eso llegué. Y en cuanto escuché las primera bocinas salí corriendo a la Municipalidad. No había demasiada gente y estuve lejos de sentirme identificada con alguno de los que se quejaban en 4x4. Pero algo noté:

La clase media estornudó. Más que por la cuestión del campo, porque no se banca y le-dan-miedo las contradicciones y prepotencias de una mina que se marca los párpados con una línea de dos centímetros de ancho y usa carteras de diseño que se piden con meses de anticipación. La misma que después habla de diferencias de clase y distribución del ingreso y manda a un sindicalista-delincuente-violento-oligofrénico como Luis D´Elía a provocar al, como ella dijo, "piquete de la abundancia".

Igual, no creo que nadie esté demasiado enojado. Todavía nadie se engripó: esto es sólo un estornudo.

miércoles, 19 de marzo de 2008

"Yo deseo la muerte, viste"

--¿Te bancás perder?
--Símmm...
--En serio, ¿te bancás perder en algo?
--Bueno, no, ¿a quién le gusta perder? A mí no. ¡A nadie le gusta perder!
--Ah, viste, me parecía...
--No, no me gusta nada. Es más, soy jodido. Yo deseo la muerte, viste.

Qué lo parió a Mario Pergolini. Se lo dijo a Luis Majul en una de esas empalagosas entrevistas que hace por televisión. Me hizo reir, por supuesto. Es raro que alguien diga algo así poniendo la cara de coté, como los tiburones con las cámaras de Discovery Channel.

Lo de Mario es naturaleza humana pura, sin filtros. Nada más parecido a un homo sapiens rascándose el pecho.

Porque, a ver: la bondad, la solidaridad, la cachetada en ambos cachetes, todo eso garpa, estoy segura; la buena onda vuelve y disuade somníferos, ¿pero quién no tuvo alguna vez algún deseo, digamos, retorcidito?

Y no me refiero a esas cosas raras que unos siente cuando agarra un bebé ("¿Y si le rompo el cuello en un ataque de locura? ¿Y si se me cae?"), a ese impulso de tirarnos del balcón cuando nos asomamos al abismo. No. Me refiero a representaciones mentales mal habidas: al deseo de que eso que tanto nos molesta del que nos molesta deje de molestarnos gracias a una molestia que pudiera sufrir el molesto.

Chevallier anuncia su partida con destino al infierno...

viernes, 14 de marzo de 2008

martes, 11 de marzo de 2008

Expiación

Recién volvía de una de mis largas caminatas con Radiohead a fondo en el MP3 cuando me crucé con un chico que había conocido años antes y que nunca más había vuelto a ver. No me sorprendió que una sustancia muy distinta a la sopa de Vitina lo hubiera cambiado tanto. Pantalón chupín, alto, flaquísimo, remera escote en V y alguna brisa Liam Gallagher. Parecía muy contento de verme:

--¡Ehhh! ¿¡Cómo andás!? --me dijo.
--¡¡Hola!! ¿¿Cómo andás tanto tiempo?? ¡Qué hacés acá, pensé que te habías quedado en Buenos Aires!
--Nada, me volví. Viví unos años con una ex, me separé y ahora estoy acá, con mis viejos.
--Qué casualidad, es raro encontrarte por estos lados. ¿Y decís que te mudaste con tus viejos acá? ¡¡Pero qué loco!!
--Sí, sí. ¿Y vos? Trabajás en el diario, ¿no? No te vi nunca más. Años.
--Sí, hace mucho.

Seguimos merodeando los mismos temas un rato más. Hasta que metí la pata. Y el brazo y la oreja.

--¿La viste a Naty? --le pregunté.

Entonces torció toda la cara como si le hubiese venido una tos y un estornudo a la vez. Tarde, entedí.

--Ay, boludo, perdoname --la puta, pensaba--, te confundí. Hace años conocí a un chico que es igual, entendeme, igual a vos. Se llamaba David, vivía en Buenos Aires y era amigo de una compañera de la facultad, Natalia. ¡¡Vos sos Enrique!! ¡¡Enriquito!!
--¡Sí! Simmm, me confundiste.
--Perdoname, por favor. ¡Es que estás muy flaco! ¡Y muy distinto! --los signos de puntuación son literales: exageraba todo como buscando redimirme de alguna forma.
--Sí, boluda, ya está. ¿Y vos que andás haciendo?
--Bueno, ahora vengo de la carnicería. Mirá, compré milanesas de pollo. Son de pechuga.

Hacerme la graciosa con una respuesta bien costumbrista, creía, era otra forma de expiación, de borrar la culpa. Enriquito dijo que estaba muy contento de haberme visto y que había sido un placer charlar conmigo. Pero qué amable.

lunes, 3 de marzo de 2008

Hay que romper las pelotas

Acabo de volver de vacaciones y lo único blogueable que se me ocurre es una convocatoria para varios de los que veranean en las playas argentinas: hay que romper las pelotas.

Yo estaba de espaldas sobre una lona, sola en la plenitud de Crimen y Castigo, de Dostoievski. Lo usual: a metros míos se relamían con una cerveza y una señora de amplia barriga, piernas desproporcionadamente finas y pecho rojo infierno colocaba una sombrilla con la misma agilidad con la que se clavó la primera bandera sobre la luna.

Estaba sobre la lona, decía, cuando de repente sentí un golpe seco y rotundo en mis anteojos. La pelota, la pelotita. Un grupo de adolescentes con sus padres demostraba virilidad playera a unos 50 metros de donde yo estaba.

La señora del pecho rojo movió la cabeza con cara de "qué barbaridad, ¿estás bien, querida?", pero no dijo una sola palabra.

Yo quedé recostada, desconcertada. No sabía si llamar una ambulancia o vomitar de indignación. Enseguida tuve un anhelo resolutorio, definitivo contra semejante infamia: pinchar la pelota. Sin embargo, no tenía cuchillo, ni tijera, ni nada cortante. Tampoco la pelota, que había picado y se había ido unos metros más adelante, así que lo mío no era más que un deseo reprimido, como bañarme desnuda en ese mar que esa tarde estaba tan lindo.

Ya despejada y de vuelta en la lectura, la misma bola futbolera volvió a pasar cerca mío. Al trotesito la siguió un cuarentón de bigote, maya negra holgada y transpiración que le goteaba del pecho.

--¡¡Ehhh!! ¡¡¿¿Usted vio lo que pasó hace un rato, el golpe que me dieron??!! --le grité con mi maldita voz de nena de jardín de infantes privado.
--Si, pero yo no fui.
--Bueno, tengan cuidado, hay mucha gente, che.

Entonces me irrité conmigo misma. ¿Por qué había sido tan amable con esa inmundicia veraniega? El lugar estaba lleno de gente, de chicos aplaudiendo en el charquito...

A la playa hay que ir con elementos cortantes, señores. De esos que no dejan pasar en el aeropuerto. Hay que romper las pelotas. Esa manga de mal educados debe ser escarmentada. Yo no pude, no me salió. Espero que alguien más lo haga.