martes, 14 de diciembre de 2010

Maldad

Que recuerde, no había hecho una maldad deliberada desde que a mediados de los 90 me robé de un kiosco una revista con Brad Pitt en la tapa.

La semana pasada reincidí. Era feriado, 8 de diciembre, día en que la gente se dedica con parsimonia a colgar pelotas de un material extraño, brillante, sobre un símil de pino de plástico más o menos voluminoso. A mí, en cambio, me tocaba trabajar. Como una burra, me tocaba trabajar.

Cerca de las 2 de la tarde, agotada, sin haber dormido en toda la noche y con el celular pegado a la oreja desde la madrugada, decidí recostarme un rato junto a mi redonda hija, Antonia, que ya cumplió diez meses, y Esteban. Nos acompañaba la aspiradora de la vecina con medianera lindante. Y la batería eléctrica de jueguete de su hijo. Más el equipo de música del padre con José Luis Perales quien, constipado y a todo volumen, gritaba Y como es él y en que lugar se enamoro de ti; de donde es; a que dedíca el tiempo libre; preguntalé; porque ha robado un trozo de mi vida; es un ladron; que me ha robado todo.

Esteban y yo nos levantamos y con la cara hinchada, parados uno enfrente del otro, nos miramos a los ojos.

-Se terminó –dijo él.
-Sí. Dale. Ahora sí.

Esteban abrió la puerta de entrada, cogoteó hacia la ventana de los vecinos para corroborar que no miraban y estiró la mano hacia su pilar de energía eléctrica. Asesorado e impulsado por quien suscribe, los dejó sin luz.

Por dos horas, hasta que la siesta me devolvió algo de piedad, no hubo aspiradora ni batería ni José Luis Perales preguntando boludeces.