Madrugada de un día de semana. Cinco y media de la mañana, más o menos. Afuera cae una helada. Adentro la temperatura es suficiente y amable. Duermo, duermo bien. En eso, Antonia llora. Resignada y mecánica me levanto y dirijo a su habitación. Me espera parada en la cuna, agarrada de los barrotes. La levanto, llevo a un sillón y apoyo contra mi pecho. Balanceo y entono el mantra: "Hahaá-hahaá... hahaaá-hahaá". Diez minutos, quince; media hora. Antonia se duerme.

Espero un tiempo prudencial, el suficiente para que no haya cambios en la rutina. El indispensable para evitar un desbarajuste. Con respeto y pleitesía deposito a mi beba de un año y cuatro meses sobre el sillón, en el exacto lugar que mi cola acaba de dejar. De esa manera le garantizo calidez y solvencia onírica por un rato más.
La operación resulta un éxito. Antonia sigue durmiendo. Despacio, casi sin respirar, me dirijo al baño y siento en el inodoro. Hago pis. Me regocijo pensando que quedan al menos dos horas de sueño. Pienso y libero y siento un ruido. Un sonido torpe y bajo, como de alacena. La ventana del baño me permite cierta visión. Parada en la puerta, enana, redonda y preocupada, Antonia camina tambaleante en dirección a mí. Se saca el chupete y dice:
-¡¿Tucuá?!