
Antes de casarnos, Esteban y yo hicimos el curso prematrimonial, una serie de encuentros semanales entre diez parejas en los que se hablaba sobre la importancia de la familia. Fue ahí donde conocí a Gerardo y Marisa, ya casados y padres de tres hijos, quienes llegaron al final en calidad de oradores.
-Los métodos anticonceptivos no son aceptables para quienes deciden casarse por la Iglesias Católica -empezó él. Tenía unos 30 años y era alto, rubio y fornido. Ella estaba embarazada y sonreía con pocos dientes en forma constante.
Las diez parejas quedamos tiesas. En el encuentro anterior habíamos confesado que todas (repito: todas) convivíamos. Que ninguna tenía hijos, lo que llevaba a la conclusión de que hacíamos la cochinada con más o menos con frecuencia y, a juzgar por los resultados, con métodos anticonceptivos.
Entonces hice una asociación libre. Se me pudrió el cerebro. A favor o en contra, lo que había dicho Gerardo era coherente con la doctrina de la Iglesia, pero yo me lo imaginé junto a Marisa haciendo la porquería dentro y fuera de su casa, adelante de sus vecinos, a toda hora y a todo motor, salvajes y dignos de un documental de Discovery Channel sobre época de apareamiendo. Sin ningún motivo, asocié la anticoncepción con una porno. Chicha y limonada. Cualquiera, bah.
El curso prematrimonial continuó sin que ninguno de los presentes confesara cuán asidua e histórica era su actividad sexual: todos, sin excepción, mantuvimos una inexpungable cara de zota. Finalmente, Gerardo y Marisa se retiraron de la sala. Yo quedé convencida de que al llegar a la vereda se desnudaron y pegaron como perros.
Y quién dice. A lo mejor lo hicieron. Porque casi tres años más tarde, ayer me los crucé en el jardín de mi hija. El manejaba una rural; ella iba embarazada, con no menos de seis chicos apilados en la parte de atrás del auto.
Una vez más y sin explicación, se me pudrió el cerebro.