sábado, 8 de septiembre de 2007

Dos mujeres muy distintas


En la cocina del departamento donde vivo, en el borde de la ventana, hay un macetero venido a menos donde mi novio, cuando vivía solo, puso un cactus desnutrido al que nadie le presta atención. Sin embargo, hace alrededor de un mes nos encontramos con que una paloma merodeaba el lugar y traía pequeñas ramitas.

Lo hacía con sigilo y suma desconfianza hacia nosotros. Bastaba con que prendiéramos la luz para que volara al edificio de al lado, volviera, se fuera y así. Hasta que terminó de construir su nido y se enteró de que todo el asunto nos resultaba pintoresco y no teníamos ninguna intención de intervenir.

Era una torcaza, chiquita, algo regordeta y gris que siempre miraba de costado, pero a los ojos.

"Le pone huevo", dijo mi novio cuando dejó sobre el nido una pelotita blanca del tamaño de una nuez. Era domingo y venía mi papá a almorzar, así que la novedad nos sirvió a todos para encontrar un tema sobre el qué hablar (conversar con ese señor es más difícil que para Estados Unidos ganar el Mundial de Rugby). Al día siguiente, antes de irse a trabajar, mi novio me quitó los últimos y preciadísimos minutos de sueño: "¡¡Vení, vení!!" Había un segundo huevo.

Pasaron unos 15 días, todos con heladas, y los pichones estaban por averiguar cómo se sentía el aire con temperaturas bajo cero en un piso diez.

Sólo uno salió de huevo. La madre, sabia y estratégica, enseguida dejó al otro de lado: había que darle todo el calor al pichón que había logrado sobrevivir.

Unos días después nos fuimos de vacaciones por una semana, con la sospecha de que a la vuelta el macetero iba a estar vacío. Así fue.

Nunca más supimos qué ocurrió con la torcaza confianzuda, pero a los pocos días; esta última semana, en realidad, una paloma, más flaca y esbelta que la anterior, empezó a sobrevolar el macetero junto a un palomo robusto que casi la duplica en tamaño.

Ella ya puso el huevo pero todavía no le ha puesto garra: cada vez que nos ve, deja a su hijo solo y se va a buscar a su consorte para que él, el hombre, escanee lo que se ve a través de la ventana de la cocina. O sea, a mi novio y a mí.

El caso es que esta paloma, la segunda inquilina, no me cae nada bien. No sólo porque no es lo suficientemente madraza como para superar sus prejuicios contra nosotros sino porque es una machista de mierda: apenas se presenta el riesgo, rapido a buscar al maridito. Una pelotuda.

Por supuesto, la foto de más arriba es de la primera torcaza con el pichón sobreviviente. A ella, la madre soltera, la ejemplar y responsable paloma que aguantó el peor invierno de los últimos 30 años y fue capaz de compartir todo su esfuerzo, mis más sinceras felicitaciones.

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