La redacción donde yo trabajo es igual al estereotipo de cualquier sala donde se escribe un diario: metros y metros cuadrados mal iluminados, con decenas de computadoras en filas, una atrás de la otra.
Esta redacción tiene una isla de aire en el medio que la conecta visualmente con las oficinas administrativas de arriba.
Mi escritorio está justo en el medio de esa isla, así que cada miércoles, cuando las revistas Gente y Caras llegan a mis manos, como hoy, el gerente del diario puede verme desde arriba con la pierna izquierda apoyada en triángulo sobre la derecha y con la taza de mate cocido en el aire. Puede verme boludear rotundamente.
Sin embargo, si yo levanto la vista no lo veo a él, sino a una misteriosa oficina vacía. Sólo alcanzo a ver un vidrio, cierta biblioteca y algo que podría ser un escritorio. Es muy raro. El lugar pareciera esperar, expectante.
--¡Ehhh! ¡Pssi! ¡Hay una presencia! --susurró a los gritos esta mañana un compañero cuyo escritorio está al lado del mío, en la fila siguiente.
Efectivamente, había un sujeto. De unos treinta y pico, resuelto, deambulaba sin notar que desde abajo era observado por dos periodistas que lo miraban como dos perros abajo de una mesa.
No es el primero que entra a la oficina. La verdadera PRESENCIA, en realidad, fue la de una señora muy paqueta que nadie cruzó nunca en ningún ascensor, ni en el buffet; mucho menos en la redacción.
Esta señora, rubia, de pelo corto y trajecito, parecía divorciada, con hijos grandes, profesionales y visita semanal a la peluquería. Fue vista en diciembre. Caminaba por atrás y adelante del escritorio, tomaba café sobre una bandejita. Pero sólo estuvo una semana. Sin ser vista jamás por ningún redactor en algún otro espacio de la empresa, la señora desapareció. Nunca nadie supo a qué vino, cómo se llamaba, qué hizo en esa oficina ni por qué todavía no volvió.
1 comentario:
Esos mitos que alimentan nuestra imaginación y la potencian...
Siempre es una placer descubrirlos.
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