
-¡Hola! ¿Cómo andás?
-Tlmfsbfosfnsorfnsf. ¿Yguoghsfiougf?
-Bien, acá, con los preparativos del casorio.
-Hofusghriufg. ¿Enkjshudhiespedida?
-¿Despedida? Y, no sé. Eso lo tienen que organizar ustedes.
-Yfkjsehfugseufiu. ¡¡Ufrsagieyraer!!
-¡Jajaja! No, con un asado alcanza.
Ayer a la tarde Esteban hablaba por teléfono con su mejor amigo, El Pocha. ¿El tema? Sí, su despedida de soltero. Ese maldito ritual del subdesarrollo. ¡La puta madre, loco! Mi despedida fue el sábado pasado y resultó un encuentro armónico y auténtico entre amigas, una reunión que, sacando unas portaligas blancas y recortes de cartulina con formas de penes y vaginas, se pareció más a un taller de costura cool que a otra cosa.
Así que resolví expresarme con una patada voladora.
No bien Esteban terminó de hablar con El Pocha se asomó a la heladera a buscar un yogurt. Entonces avancé en dirección a sus glúteos. Pero no llegué: las piernas se me atascaron en el vestido de bambula que llevaba puesto y caí en el piso con el huesito dulce en punta. ¡El dolor! Así, conmigo tirada en el piso y gritando, Esteban puso una cubetera entera adentro de una bolsa y me obligó a sentarme encima.
Calladita, obedecí de inmediato.