Fue hace un par de semanas, frente a un austero auditorio de estudiantes. Me habían convocado para dar una charla sobre un tema que no viene al caso. Yo era una de las disertantes. Sí, sí.
Había mesa, vaso y jarra, cual conferencia de prensa. Llevaba puesto mi nueva blusita de Indian Style y el jean de buen corte. Pelo secado con secador, anteojos. Cara de amigos, muchos. Participábamos una periodista, un periodista y yo, que ya no soy periodista.
Habló ella, muy bien, con su notebook. Contó experiencias extraordinarias y abrumadoras e historias de amenazas con un estilo narrativo bastante pulcro. Luego habló él. También había llevado anotaciones; incluso citas de grandes pensadores. Bien.
Y me tocó a mí. No había preparado nada. ¡Nada! Llevaba dos noches sin dormir por Antonia y no me consideraba lista, en ab-so-lu-to, para lo que ocurría.
-Buenas noches –dije, y me saqué los lentes.
Como era de esperar, quedé en la nebulosa. Mi vista miope no alcanzaba a ver ni el vaso que tenía a 30 centímetros. Empecé a hablar.
-Blablablbalbalbalabla.
De repente no sabía dónde estaba, qué quería decir ni de dónde venía. Estaba más perdida que Cristina en una feria de ropa usada. Miré mi humilde papelito con anotaciones, las que había hecho mientras los periodistas hablaban.
Pánico.
Pensé en irme, en decir que me disculparan, que me sentía mal. Pero entonces dije “responsabilidad social empresaria”. Dos o tres conceptos ambiguos que manejo de taquito. De a poco logré que pasara la sequía bucal. Así, despacito, logré salir del rock and roll mental.
Lo que no logré es ser interesante siquiera por 30 segundos.
Pero lo más vergonzozo fue lo último. Sólo me faltaba el delantal blanco, la corona de jazmines, el sahumerio y las campanitas:
-Sean buenas personas que con eso alcanza -dije.
La próxima, lo juro, me quedo en casa abrazada a la bolsa de agua caliente.