
-Qué bárbaro, este Francella.
El televisor de la sala de espera pasaba Casados con hijos y Mariel soltó el comentario. Edgardo acató con una sonrisa y relojeó su Blackberry. Mariel y Edgardo eran perfectos desconocidos y esperaban en el consultorio de un médico al que ambos iban más o menos seguido. Estaban en una cita a ciegas. Unos días antes, al doctor se le había ocurrido que dos de sus pacientes cuajaban, así que les habló a uno del otro, les dio turnos seguidos y los hizo esperar. Los hizo esperar mucho.
-¡Jjajaja! –se reía Mariel, atenta a su circunstancia.
-No puedo creerlo –arrancó Edgardo.
-Es raro, sí.
-Pero bueno, hay que hacerse cargo. ¿Te puedo llamar?
Un par de días después la llamó y la invitó a salir. Fueron a un bar. Y después a otro. Charlaron cómodos, la pasaron bien. A las 5.30 estaban estacionados frente al departamento de ella.
-¿Vamos a otro lado? –preguntó él.
-¿A esta hora? No creo que haya muchos lugares abiertos.
Edgardo pasó y besó. E hicieron la cochinada, sí.
El otro día cené con Mariel y otras amigas en un restaurante. Esperábamos la entrada cuando a ella le sonó el teléfono. Era Edgardo. Hablaron muy amablemente: que cómo te fue, que qué bárbaro este médico, que qué bien la pasamos, que te llamo en estos días. Mariel estaba colorada y se hiperventilaba con las manos. Como toda amiga de bien, contó detalles de la charla en la sala de espera, del aspecto y forma de ser de Edgardo. Y terminó:
-Recién por teléfono dijo “tenía ganas de escucharte”. Un poco fuerte, ¿no?