
No me lo contaron. Las vi desde el patio. Una de mis vecinas le devolvía a otra una ensaladera por arriba de la mediasombra. Era obvio. Habían compartido una comida con sus familias. Probablemente un asado. Con ensalada, claro, y postre. Sin invitarnos ni a Esteban ni a Antonia ni a mí.
¿La causa de semejante desaire? Algunas posibilidades:
1. Esteban y yo nos negamos a hacer una perforación de agua conjunta.
2. Antonia gritó demasiado fuerte.
3. Renuncié a la comisión directiva de la sociedad de fomento.
4. Nos burlamos a los gritos de La Marmota.
5. Esteban eructó mientras cortaba el pasto.
Al margen de que estoy casada, tengo una hija y opino voluminosamente sobre escándalos como el de Juana Viale y Martín Lousteau, dudo tener demasiados puntos en común con mis vecinas. No creo que conozcan a Radiohead ni sientan ternura (y un poquito de otra cosa) por Dr. House. Tampoco que disfruten con locura de una ensalada de achicoria bien amarga. Como sea, este desprecio es inadmisible.
Pero está a la vista. Es la verdad de la ensaladera. Se avecinan tiempos difíciles.