
-¡¡A la buena de Dios!! ¡¡¡A la buena de Dioooooooooss!!!
Mi hermano El Jhony gritaba ayer mirando el cielo cuando pasé por su casa. Sentado como colicué, en cuero y malla amarilla, sacaba yuyos del césped con una tijerita y se lamentaba, eclesiástico, igual que señora irritada en peluquería de barrio.
Es que El Jhony, como cualquier nacido y criado en Bahía Blanca, está muy preocupado por la falta de agua. Que la sequía más grande de los últimos 60 años, que el dique Paso de las Piedras es un arroyito, que cómo nos vamos a bañar en el verano, que por qué no nos vamos a vivir a la mierda o a San Martín de los Andes.
Para colmo, tanto él como yo somos colonizadores: vivimos sobre infernales calles de tierra, en el mismo barrio, plaza por medio.
-¡¡A la buena de Dios!! ¡¡¡A la buena de Dioooooooooss!!!
-¿Qué te pasa, loco de la guerra? ¿Por qué gritás? -pregunté desde la ventanilla de mi pequeño vehículo.
-¡¡No pasa el regador!! ¿¿O vos viste el camión regador?? ¡Odio la tierra, che! ¡Estoy harto! ¿Vos viste el camión?
-No, tampoco lo ví. Hace rato que no pasa, es cierto.
-A la buena de Dios, ¿no te digo?
La escasez de agua en Bahía Blanca ya tiene consecuencias psicológicas. De veras. La falta de humedad en tierra y plantas ha pegado en la psique local.
Además, es notable. Los bahienses nos hemos vuelto geólogos: hablamos sobre tanques de agua, cisternas, riego por aspersión y perforaciones, todo salpicado de frases de vieja usanza del tipo:
-¡¡La flauta!! ¿¿Cuando se va a terminar la seca??
o
-¡¡A la buena de Dios!! ¡¡¡A la buena de Dioooooooooss!!!