
Qué tipos interesantes, los funebreros.
Altos, flacos, de traje color "cremita", siempre rondan los 60 y tienen la amabilidad justa que amerita su puesto: una mezcla de congoja distante, seriedad y sonrisa de jubilado.
Son copados los funebreros, bah.
Hace algunas semanas, durante el velorio de mi abuelo, tuve por primera vez la oportunidad de circular por la ciudad en un coche fúnebre, uno de esos desde los que se puede ver a alguna que otra señora persignándose con la bolsa de los mandados.
¡Y vieran al funebrero! Silencioso y conversador; era él y nuestra circunstancia. No dijo ni
mú mientras manejaba en las primeras cuadras, pero luego, con mi abuelo ya enterrado, escuchó que pocas horas antes me habían zampado una multa en el auto e intervino con oficio y preocupación verosímiles:
-Señorita, pida una constancia en nuestra oficina administrativa. Diga que estacionó frente a la casa velatoria porque es la nieta del fallecido. Se lo tomarán como válido en el Tribunal de Faltas, ya va a ver.
Hace pocos días volví a comprobar el carisma funebrero en otro sepelio, uno que no me tocaba directamente. Altos y flacos, estos tipos no dejaban de llamar mi atención.
Y hoy, otra vez.
Perdida, miope y sin encontrar la dirección de un local de elementos de riego, pasé por una casa velatoria, la más conocida de la ciudad. En la puerta estaba el funebrero: parecía un chorro de soda. Proactivo, me habló:
-Chica, qué busca. La noto perdida.
-Ah. Gracias. Un local de riego, patios y elementos por el estilo.
-Allá enfrente, mire.
-¡Muchas gracias, señor!
A la vuelta, pasé otra vez. A propósito.
-¿Y chica? ¿Cómo le fue? ¿Encontró el local?
Una vez más, la auténtica hidalguía funebrera, evidente.