Ayer me empecé a sentir mal de la nariz. Sentirse mal de la nariz es tener un resfrío tal que la única motivación para seguir viviendo es encontrar una cama, un rollo de papel higiénico y la dosis de colchas justa: ni muchas para no sudar como atleta de los panamericanos ni pocas como para no convulsionar de hipotermia.
Así que me las tomé de la redacción temprano. Desde entonces, no he hecho más que empeorar. Nebulizaciones, descongestivos, noche de insomnio total, carraspera, nauseas.
Sin embargo, siendo casi las 15 del día siguiente he llegado a una suerte de paz gripal. Leo los diarios con parsimonia norteña. Me detengo en títulos insulsos, como uno de Crítica Digital que tira abajo las propiedades de los porotos de soja. También a Fernando Peña, que publica una carta abierta a Cristina en tono de chico respetuoso y ubicado. Y a un blogger economista que explica por qué la presidenta miente cuando dice que hay que priorizar el maíz, la carne y el trigo en detrimento de la soja.
Qué se yo. La paz gripal incluye una suerte de dulce aburrimiento. Me debilito y camino despacio, como mi abuelo Esteban, a paso corto y encorvado. Leo sobre campo y pocas veces he ido a uno: están llenos de yararás y tampoco conozco demasiada gente rural, así que poco puedo hablar de tranqueras.
A centímetros de mis pies apoyados en la mesa ratona hay un libro de historia argentina que ayer, hundida en mi enfermedad de nariz, releí mientras dormitaba, sobre todo la parte de agricultura nacional.
Y acá termino. No hay caso, che: no logro cerrar una idea. Una vez más, caí en el desasosiego de la falta de capacidad epiloga. Prefiero no soltar ni una burrada más y quedarme en esta línea, entre la decrepitud de mis mocos.
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